La falacia oculta del trabajo remoto

Santiago Legarre (*)

Hay un argumento a favor del trabajo remoto que parece imbatible. Se esgrime, por ejemplo, cuando un jefe concluye que el trabajo remoto no afecta relevantemente los niveles de rendimiento de su equipo; o cuando una empresa se encuentra con la realidad de que los resultados del home office no difieren sustancialmente de los de la presencialidad.

Es entonces cuando un jefe o una empresa no tendrían más remedio que decir: “De ahora en más, se viene a la oficina los martes y los jueves. El resto de los días, trabajen donde quieran”.

O algo así. Y parece irresistible el argumento, pues en una sociedad económica, que prioriza la eficiencia, ¿por qué no ahorrar espacio (metros) y tiempo (viajes) si se logra de modo parejo el objetivo?

Quisiera sugerir que esta claudicación y entrega de jefes y empresas, a favor de la comodidad de los empleados, son tan solo aparentes. En realidad, y en la mayoría de los casos, los únicos inmediatamente beneficiados por el trabajo remoto son los jefes y las empresas; y, en cambio, el que sufre el trabajo remoto es, a menudo, el que se queda en su casa. Paso a explicarme.

Supongamos por un momento que fuera posible que una institución funcionase de modo virtual (la mayoría de los días; la mayor parte de sus trabajadores) y que lograse resultados semejantes a los que lograba con un escenario predominantemente presencial. Esta pregunta sería, entonces, relevante: ¿Qué busca una persona en su trabajo?

La pregunta es más acuciante cuando el trabajador no es dueño de la empresa o institución en que trabaja, como suele ocurrir. La respuesta deambula por los siguientes andariveles, que van mucho más allá de la eficiencia: la persona busca en su trabajo una satisfacción, cierta compañía, reconocimiento, aprendizaje, vida social y, por supuesto, salir de su casa -especialmente si la casa es pequeña o deja qué desear-. Y la persona busca también, hay que decirlo, perder algo de tiempo, tomar un recreo en medio del trabajo, para almorzar, organizar una salida o armar un plan. ¿Los resultados? “Bien, gracias”. O, más amablemente: “Me encanta luchar para que la institución en la que trabajo logre sus objetivos, pero puedo hacerlo también sin descuidar otros aspectos de mi vida que se realizan mejor cuando convivo en un entorno”.

Lo que me dijo un compañero de colegio, que se desempeña en una gran corporación, arroja luz sobre la cuestión. “La gente joven -comentó- es la que menos quiere el trabajo remoto”.

Me sorprendí bastante, pues suele achacarse eso a los de nuestra edad, por nuestra menor adaptabilidad (y se tiende a afirmar que los “chicos” prefieren quedarse en casa); mas lo dejé seguir, y precisó: “La gente joven valiosa lo que más quiere es progresar en la institución y crecer en la vida. Y para eso necesita que la vean.

Prefieren la oportunidad de estar en el ambiente laboral, para poder aprender más y mejor”.

Obviamente hay situaciones patológicas (aunque abundan, sobre todo en ciertos bolsones del sector público) en las cuales la presencialidad permite ocultar escenarios de mediocridad, en los que lo importante es calentar una silla. La opción del trabajo remoto visibiliza esa mediocridad y permite eventualmente corregirla o extirparla. Mas en esos escenarios el problema no es la presencialidad sino la mediocridad. Por lo mismo, su evidencia mediante la opción remota no necesariamente purgará la mediocridad, aun cuando pueda significar el fin más rápido del mediocre, si tiene la suerte (o la desgracia) de tener un jefe excelente.

El trabajo remoto es, al menos en muchos casos, parecido a lo que en derecho se llama un producto con vicios redhibitorios: tiene problemas inherentes, pero el que lo realiza acaso no los advierte. Por eso, y a pesar de lo que decía mi amigo, algunos jóvenes prefieren quedarse en casa, sin darse cuenta del perjuicio consiguiente. Más aún, podría ser que el mismo empleador sea también inconsciente de esos problemas y que, al permitir (o incluso imponer) el trabajo remoto, no lo haga para quedarse él con la parte más grande de la torta, sino meramente para replicar lo que hace el vecino y seguir la norma de lo que, después de la pandemia, es cool.

La realidad es que en la misma medida en que el trabajo remoto perjudica al trabajador, perjudicará también eventualmente a la institución en la que el trabajador se desempeña. Al menos en el mediano y largo plazo, y asegurados los resultados, lo que hace feliz a quien trabaja en una empresa (lo que lo hace crecer y progresar), redunda en beneficio de la misma corporación en la que la persona se inserta.

Es verdad que en esta materia se puede pecar fácilmente de generalización e incurrir en simplificaciones arbitrarias. Pero con tal riesgo en mente, conviene recordar cómo en ocasiones los resultados pueden distraernos de valores más importantes.

 * Investigador principal del Conicet.

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