El Presidente avaló una operación clandestina de espionaje

Todos estamos en libertad condicional. El presidente Alberto Fernández avaló una operación clandestina de espionaje, que admitió era ilegal, y lo hizo por cadena nacional y desde el Salón Blanco de la Casa de Gobierno.

La sociedad está tan habituada al disparate, que ese hecho pasó casi inadvertido.

Desde ese mismo Salón Blanco, y bajo el sufrido perfil marmóreo de la República, se avalaron muchas ilegalidades, todas ceñidas a golpes militares. Es la primera vez que un gobierno democrático usa ese recinto para consagrar la ilegalidad. Y que lo haya hecho un gobierno del peronismo, o algo así, que sufrió la ilegalidad en carne propia, no deja de ser una triste, irremediable parábola de esta patria bárbara y desdichada.

El Presidente confesó, como si estuviese frente a un fiscal, que una reunión celebrada en Bariloche hace dos meses, entre un grupo de personas que nucleó a jueces, funcionarios porteños y empresarios, había sido espiada, los chats y teléfonos de los participantes hackeados y el contenido de esos textos o charlas dados a conocer en páginas webs.

Más allá de que todo se haya dado a conocer a horas de la sentencia a dictar por el tribunal que juzga por corrupción a la ex presidente Cristina Kirchner; más allá del evidente oportunismo en revelar las conversaciones de los espiados, fuente que nutrió el Presidente, para menguar o condicionar los efectos de esa sentencia a dictar, lo que Fernández dejó en evidencia en su mensaje de ayer es que la intimidad de cualquier argentino puede ser, y lo es, vulnerada; que su gobierno controla a los ciudadanos a su arbitrio y antojo; que por encima de la ley reinan infiltrados, espías, alcahuetes, chismosos, rufianes y soplones que nadan en las cloacas del Estado, pero que relucen cuando se los necesita; que disponen de una poderosa ingeniería electrónica, de sofisticados medios de espionaje, de cuevas dedicadas a la vigilancia social, de una fantástica maquinaria estatal que los apoya y de un presupuesto millonario en un país atenazado por el hambre y la indigencia.

El general Perón solía decir que todos los hombres son buenos, pero que si se los vigila, son mejores. Pero no hablaba de estas excrecencias. Hay que releer sin pudores al General, que no escribió tanto después de todo.

El presidente Fernández hizo ayer algo más grave, si es que puede establecerse una escala de gravedad en su mensaje, surgido entre gallos y medianoche y entre los dos partidos del día del Mundial Qatar 2022. Primero, consagró la impunidad. Sin decirlo, ni falta que hacía, admitió que cuando la ilegalidad es impulsada, manejada o tolerada por el Estado, no es tan grave ni tan cuestionable como cuando los ilegales son los otros. Ese ha sido un argumento de terrible memoria en el pasado.

Segundo, volvió a consagrar el temible aserto que dice que el fin justifica los medios. Y que cuando el estado, o en este caso su gobierno, tiene, o cree tener, motivos valederos, cualquier medio es útil para alcanzar un objetivo, aunque para eso se deba arrasar con el estado de derecho, con la intimidad de la gente, con la más elemental privacidad de la sociedad: en suma, arrasar con la libertad.

Es triste y doloroso, pero es sólo un capítulo más en el gran drama argentino: pretender construir una democracia sin demócratas.

Infobae / Seprin

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