Somos el medio ambiente y debemos recuperar el instinto de autopreservación

Por Pablo de la Iglesia (*)

Ben Feringa, Premio Nobel de Química, afirmó que “Los políticos no van a resolver el cambio climático, solo van a recomendar usar menos aire acondicionado. Los científicos tenemos que encontrar nuevas soluciones.”

En un mundo normal, los políticos, como parte de la estructura del Estado, mantenido por todos, deberían jugar buscando el equilibrio cuidando la totalidad del ecosistema, administrando los recursos con prudencia y sin perder nunca de vista que su función es contribuir a que la gente viva mejor; por el contrario, están cooptados por una motivación, que habitualmente defiende los intereses corporativos con astucia ladina disfrazada de corrección política, cuando no con franca corrupción e ignominioso tráfico de influencias.

Lamentablemente, con la ciencia ocurre lo mismo. La mayor parte que trasciende está cooptada por los intereses de las corporaciones; al igual que ocurrió durante la pandemia, solo encuentran soluciones “científicas” adaptadas a sus intereses y que son las mismas que después facilita el sicariato político.

Muchas de las soluciones ya están disponibles, son simples, económicas y no requieren de luminarias científicas para ejecutarlas con eficiencia, tan solo buena voluntad, un espíritu sensible y determinación política. A grandes rasgos, en Argentina, los que estudiaron el tema dicen que hay 22 tipos de planes sociales y 25 millones de beneficiarios; aunque algunos son realmente necesarios para ayudar a los verdaderamente vulnerables, muchos otros son abono para una fábrica de pobres sin dignidad, cuando no de un estilo de vida parasitario sin otro propósito que hacerle la vida imposible a quienes no lo son.

A estos, sumemos los “ñoquis” que podemos apreciar en cualquier estructura de gobierno, que no solo son otro insulto para el que trabaja en la actividad privada y paga sus impuestos, sino también para aquellos empleados públicos que cumplen eficientemente con su tarea.

Si tan solo lográramos que a cambio del beneficio social dedicaran unas horas a realizar tareas dedicadas a remediación, cuidado y enriquecimiento ambiental, no solo daríamos un gran paso adelante en esta asignatura, sino que hasta podríamos crear espacios productivos con cierta protección que generen ganancias complementarias al plan y faciliten la incorporación competitiva a la economía formal en un tiempo razonable.

Convengamos que el Estado no puede medirse por los mismos parámetros que la actividad privada que requiere ganancias como exigencia de sus accionistas, sin embargo, si debemos exigirle un nivel de eficiencia que al menos reduzca al mínimo la brecha costo-beneficio, mientras muestra resultados social y ambientalmente -en este caso-, valiosos.

Más allá de lo dicho, el individuo y la familia son el primer bastión que debemos apuntalar aquí y ahora, y, para ello, debemos trabajar en la información y educación ambiental de forma intensiva. Hay tareas urgentes que ameritan que el gobierno tome el toro por las astas, pero no podemos olvidar que las transformaciones duraderas se producen cuando la población toma conciencia de los hechos y sostiene los cambios necesarios por propia convicción. Esto requiere un trabajo profundo, impulsado con certeza y sostenido en el tiempo, aunque parece que el mismo está siempre por empezar y la política es incapaz de encontrar consensos básicos para implementar como política de Estado. Más allá que, cuando se lo hace -o se presume de ello-, termina siendo un cúmulo desprolijo de funcionarios cuyo atributo no son las convicciones o el compromiso con el tema, sino meros amigos del poder que hay que contener con una nueva caja que se vacía como la billetera de un adicto descontrolado y que busca a cualquier precio más recursos para contener su enfermedad crónica.

Creo que, dado el estado de cosas actual, y aunque no podemos mermar en nuestra perseverante exigencia ciudadana, no podemos esperar mucho de la política en materia de medio ambiente; a lo sumo, ir identificando las propuestas menos malas y apoyarlas tanto como sea posible. Si logramos que los políticos entiendan por donde es el camino que legitiman sus votantes, con suerte se animarán a más.

¡No podemos desalentarnos! Soy de los que creen que, aunque el mundo se fuera a acabar mañana, igual plantaría un árbol; para que las cosas cambien, es cuestión de masa crítica, un camino que se recorre sumando nuestro aporte individual. ¡Y no hay aportes pequeños! Si aquellos que buscamos mejorar nuestra calidad de vida fortaleciendo nuestro patrimonio ambiental logramos percibirnos como un cuerpo, cada gesto, que aislado puede parecer insignificante como una gota de agua, empezará a ser comprendido como una gran ola creciente que traerá los auspicios de un mundo mejor.

¡Cuidando el todo, nos cuidamos a nosotros mismos! Un paso a la vez que todavía nos queda un largo y desafiante viaje en el que tenemos la oportunidad de dar lo mejor de cada uno.

(*) Pablo de la Iglesia es escritor especializado en temas de salud; se interesa cívicamente en una ética de la polis, en especial en las asignaturas de medio ambiente, la incorporación de la medicina natural a las políticas sanitarias y una mirada espiritual de la vida. Es coautor del libro “Espiritualidad y Política” (Kairos), junto a Ken Wilber, Leonardo Boff, Ervin Lazló, Antoni Gutiérrez Rubí, Federico Mayor Zaragoza, entre otros.

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